Michel Foucault concebía su trabajo intelectual como el de un “artificiero”: buscaba dinamitar dispositivos dominantes de poder y los modos de conocimiento asociados a ellos, para abrir así brechas inexploradas. Su temperamento libertario lo colocaba a la escucha de nuevas formas de gobierno, al mismo tiempo que recusaba la cantinela de la crítica progresista, pasiva y perezosa, sobre los nuevos acontecimientos. El filósofo francés decía que no eran las ideas las que guiaban al mundo sino, por el contrario, el propio mundo quien producía incesantemente nuevas ideas. Foucault, alejado por igual de los intelectuales proféticos y los orgánicos, devenía de este modo en una suerte de filósofo-periodista, esforzado por descifrar la actualidad, por atraparla desde su singularidad.
Bajo esta premisa es que Foucault comienza a colaborar con el célebre periódico italiano Corriere della Sera en septiembre de 1978 a través de una serie de intervenciones que denomina “reportaje de ideas”. Lo hace junto a un equipo formado por su amigo Thierry Voeltzel y dos jóvenes promesas intelectuales, parte de los “nuevos filósofos”: André Glucksmann y Alain Finkielkraut. El objetivo que Foucault se había impuesto en este proyecto editorial era explorar, a través de viajes al lugar de los hechos, los nuevos fenómenos sociales y políticos que generaban ideas novedosas dignas de su interés. A la postre, serán tres estos acontecimientos: la revolución islámica del Ayatolá Khomeini en Irán (cubierta por el propio Foucault), los boat-people de Vietnam (refugiados que huían de la guerra contra Estados Unidos), cuyo análisis quedará a cargo de Glucksmann, y la aparición de la nueva derecha libertaria en los Estados Unidos de la administración Carter, que será reportada desde el lugar de los hechos por Finkielkraut.
Curiosamente, el único “reportaje de ideas” editado en un libro será la pieza de Finkielkraut con palabras de apertura de Foucault. Publicado solamente en Italia (no será traducido al francés) en enero de 1980 bajo el título La revancha y la utopía (La rivincita e l’utopia) este breve texto es una pieza casi desconocida que funciona como un documento sobre la atracción que ejercía sobre Foucault el pensamiento libertario estadounidense. No por azar el curso titulado Nacimiento de la biopolítica, que el filósofo impartió en el Collège de France en 1979, versa sobre el liberalismo clásico y los neoliberalismos del siglo XX: resulta evidente que su sensibilidad estaba afectada por esta cuestión hacia fines de los setenta. Foucault, lúcidamente, había detectado en el marco de sus “reportajes de ideas” que la novedad en la actualidad de ese momento era esta revolución libertariana que contenía elementos libertarios y conservadores por igual, que apelaba a una revuelta fiscal y que hablaba un lenguaje muy similar a la nueva izquierda desburocratizante, autogestionaria y anti-imperialista. En palabras foucaultianas: el mundo estaba produciendo este tipo de ideas nuevas. Y Foucault, cual radar solitario, las captaba e incluso no emitía juicios de valor negativos. Por el contrario, parecía ponderar ciertas convergencias entre estos elementos novedosos derecha libertaria americana y sus análisis precedentes, críticos de los dispositivos disciplinarios.
Cuatro décadas después del curso de 1979, el mundo vuelve a producir ideas que sintonizan con aquello percibido por Foucault tiempo atrás. ¿Por qué el mundo crea una nueva versión de las ideas libertarias? ¿Cuáles son las condiciones históricas que permiten esta reinvención? A continuación, algunas pistas para ensayar una hipótesis.
En primer lugar, actualmente es habitual detectar la circulación, tanto en redes sociales como en medios masivos, del término “libertario”. Ya lejos de su acepción de principios del siglo XX, hoy se lo utiliza como sinónimo de “ultraliberal” o “anarcocapitalista”. Esto es radicalmente nuevo. Tan sólo diez años atrás habría sido insólito imaginar esta inversión del sentido de lo “libertario”. El concepto había estado, al menos en Latinoamérica, siempre asociado al anarquismo de izquierda.
En segundo lugar, una pista para comprender qué es eso que hoy llamamos “lo libertario” la da el título de un capítulo del propio libro de Finkielkraut: “El capitalismo como utopía”. Este es el modo más simple de presentar al libertarismo: una filosofía política nacida en los Estados Unidos luego de la Segunda Guerra Mundial, cuyos vectores son el mercado y la utopía. El libertarismo es un producto intelectual específicamente estadounidense –como el trascendentalismo, el pragmatismo o la teoría queer– que, si bien bebe de la larga tradición revolucionaria, jeffersoniana, antiestatista y anarco-individualista que impregna la configuración simbólica de ese país construido desde la prioridad del individuo frente el Estado, adquiere su dimensión plena en la década de 1970. Esa es, sin dudas, su época de oro, en la cual se editan sus textos canónicos, se crean sus instituciones promotoras y, en 1971, se funda el Libertarian Party.
Utopía y mercado: estos son los términos claves. El libertarismo es una filosofía radical articulada en torno a la idea de lo que Isaiah Berlin llamaba “libertad negativa”: la libertad entendida como la no-interferencia de terceros. Por ello, el libertario considera inmoral que el Estado, su principal enemigo, pose sus pies o sus manos sobre el cuerpo (la propiedad primigenia), el mercado (el sitio de las transacciones libres y voluntarias) y las naciones extranjeras (las organizaciones consensuadas de los habitantes de un territorio). El libertario lleva lo que denomina “principio de no agresión”, es decir, el imperativo de la no interferencia, a un triple plano: el moral, el económico y el internacional. Por ello, Murray N. Rothbard, uno de los principales profetas de esta filosofía política, decía que el libertario no tenía inconvenientes en ser de izquierda en lo referente a las libertades civiles (expresión, sexualidad, pornografía, drogas, etc.) y de derecha en la esfera económica (disminución de impuestos, abolición de la Reserva Federal, ausencia de seguridad social, etc.). Por el contrario, esta coherencia le daba consistencia a su defensa de la libertad en todo dominio.
Y si Rothbard fue uno de los padres fundadores del movimiento libertario, quizás el de mayor predicamento al interior de los adscriptos de esta tradición, podemos situar a Ayn Rand en el lugar de madre. La obra literaria de esta emigrada rusa tendrá un enorme impacto, tanto como sus intervenciones televisivas, que harán de este discurso una banda de sonido habitual en los hogares estadounidenses.
El libertarianismo, sin embargo, padece un problema que es recurrente en todo movimiento de características maximalistas. Siempre habrá guardianes de la pureza doctrinal. En concreto, siempre habrá un libertario que acuse a otro de “socialista”. Esto es especialmente problemático al interior del movimiento, ya que no todo libertario es un anarquista de mercado: algunos consideran más razonable la defensa de un Estado mínimo (proveedor de seguridad interna y externa y tribunales de justicia) que ofrezca el marco normativo necesario para permitir que cada comunidad despliegue su propia utopía (ya sea esta socialista, religiosa, libertina, un áshram, un kibbutz, etc.). Esta es, por ejemplo, la posición de Robert Nozick, autor del clásico Anarquía, Estado y Utopía, publicado en 1974. Los defensores de la ortodoxia suelen mirar con desprecio a los “minarquistas”, como Nozick, que no dan el paso necesario y abrazan por completo la anarquía de mercado.
El libertarismo tuvo diferentes modulaciones, algunas especialmente interesantes. En los ‘60, los libertarios ensayaron una alianza con la New Left haciendo causa común contra la Guerra de Vietnam, compartiendo su crítica al servicio militar obligatorio, al imperialismo y alentando un discurso de autonomía de los cuerpos en materia sexual y de drogas muy a tono con el espíritu contracultural de aquel entonces. Ayn Rand, siempre ácida y punzante, llamó despectivamente “hippies de derecha” a los militantes del incipiente Partido Libertario. Posteriormente, luego de una decepcionante participación en numerosas elecciones (siempre con esperables cifras magras en un sistema bipartidista), el discurso libertario en la década del noventa, traccionado por un nuevo sistema de alianzas de Rothbard, inició su conversión hacia una posición de derecha dura, reaccionaria, en línea con políticos tradicionalistas como Pat Buchanan. En ese momento se oficializó la estrategia “paleolibertaria”: un nuevo término que sugería una vuelta a las raíces (“paleo”) del “orden natural” perdido (familiar, cristiano) luego de la experimentación social de los sesentas. La argamasa de un discurso libertario-conservador (que incorpora elementos abiertamente racistas) comenzaba a tomar forma.
En 2024, la referencia ya instalada de “lo libertario” es esta última, que también admite la categoría de “populismo de derecha”. Motorizado por el los seguidores de Trump en EE.UU., y por figuras como Bolsonaro en Brasil y Javier Milei en Argentina, el discurso libertario actual mantiene los ejes de la utopía y el mercado, pero va más allá, mixturando el canon del último Rothbard con la estética digital de la derecha alternativa, hiperbólica, chillona, hábil en el uso de memes, en el trolleo y en la difusión teorías complotistas. Esa es la versión actual.
En cualquier caso, tratar al libertarismo como sinónimo de “extrema derecha” es sólo parcialmente cierto. Existió un libertarismo contracultural y aliado a la izquierda. Incluso el propio Rothbard escribió una necrológica laudatoria, llena de elogios por su figura anti-imperialista, para el Che Guevara. Un hilo conductor une a las cepas libertarias derechistas e izquierdistas: el temperamento contestatario y radical.
Finalmente, luego de esta brevísima genealogía del liberalismo libertario que retoma la interrogación del proyecto filosófico-periodístico foucaultiano, quizá podamos formular una hipótesis que responda a los interrogantes del inicio: las ideas libertarias han vuelto o incluso germinado de tierras secas porque el establishment desde hace ya por lo menos treinta años, es progresista. Esa otrora rebelde Nueva Izquierda se ha reconvertido institucionalmente y sus ideas se han estatalizado, aburguesado, normalizado, es decir, se han tornado mainstream. Si bien algunos podrían preferir un establishment progresista a uno reaccionario, es razonable que ya no haya nada atractivo allí para una gran cantidad de jóvenes que ven en las posiciones progresistas una mera afirmación de un statu quo que, además, y sobre todo en la Argentina, les impide el desarrollo personal y les coloca trabas a sus iniciativas profesionales. Por ello, es imperioso formular otra pregunta: ¿no será tiempo que la tradición progresista despierte de su letargo, a menudo centrado en debates irrisorios e identitarios, y dispute la noción de libertad que ha dejado olímpicamente de lado?