Las sociedades occidentales contemporáneas parecen caracterizarse por un rechazo generalizado de la muerte: internan a los enfermos en los hospitales, alojan a los ancianos en “hogares”, alejan a los muertos en los cementerios y el trabajo del duelo debería asegurar que los sobrevivientes no sufran más de la justa medida. Esta conducta tiene una historia y un presupuesto. Su historia es relativamente reciente –comienza en el siglo XVIII– y su presupuesto es la búsqueda de la felicidad a cualquier costo. Sin embargo no está exenta, esta conducta, de inconvenientes: la muerte resulta al mismo tiempo inevitable y el peor de los males, una experiencia imposible que sin embargo nos llena de temor y sufrimiento. Por eso Jazmín Ferreiro recurre a fuentes clásicas que, alejadas de nuestras culturas contemporáneas pero no totalmente ajenas, parecen estar a la distancia justa para revisar cada uno de los presupuestos de nuestra concepción de la muerte, y así pensarla no sólo de otra manera sino incluso tal vez de una forma más vital.

Para los estoicos, por ejemplo, la muerte no es un mal. Tampoco el dolor o la tristeza. El único mal es el mal moral, la violencia, y la ignorancia o los prejuicios son una de sus formas posibles. La misión de la filosofía consiste en disipar esos prejuicios, entre ellos el que considera que la muerte es un mal. La muerte es sencillamente un momento en el ciclo de la vida y no tiene ningún sentido querer combatir lo inevitable. Es más, bajo ciertas circunstancias, la muerte puede ser un alivio y una liberación. Como tal, no debería ser rehuida sino al contrario deseada como parte de las condiciones de una vida digna.

En la concepción estoica, la muerte deja de ser un mal pero sigue siendo un final. ¿Constituye sin embargo el límite de la vida? No en la filosofía platónica. En su lecho de muerte, Sócrates argumenta que si el alma humana puede acceder a ideas que no están sometidas al paso del tiempo tiene que ser porque ella misma de alguna manera no lo está. Y si de alguna manera el alma es inmortal, la muerte deja de tener la función de un final para pasar a tener la de un pasaje a otra vida. La pregunta que sigue es si este argumento, que podrá consolar al moribundo, puede consolar a quienes lo sobreviven.

El argumento de la inmortalidad del alma podrá servir de consuelo a quien muere pero no a los que lo van extrañar. En las Confesiones, ante la muerte de un amigo, San Agustín retrata de manera detallada la extensión y la profundidad que puede alcanzar el dolor ante la muerte del otro. ¿Qué sirve de consuelo ante ese dolor? En cierto sentido, el recuerdo, y el diálogo de Platón puede ser pensado de esa manera, como el esfuerzo por conservar vivo al maestro. Sin embargo, el recuerdo no es la persona que recordamos y el problema del consuelo conduce a meditar cuánto lugar hay que darle al recuerdo. ¿No honramos a los afectos que perdimos viviendo una vida feliz y, por lo tanto, también olvidando y dejándolos ir?

Por más distintas que sean, la idea de la muerte como un mal, la de la muerte como parte de la naturaleza y la de la muerte como pasaje a otra vida, todas tienen un presupuesto común: la muerte sigue siendo una experiencia imposible. O bien consiste en el fin de las experiencias posibles o bien en un pasaje a otra forma de existencia que posiblemente ya no sea la nuestra. Sin embargo, existen también muertes en vida, como la mors mistica que Margarita Porete describe en El espejo de las almas simples. En realidad, allí se describen tres muertes, la del pecado, la de la virtud y la del amor, que son tres experiencias de una transformación tal, de un cambio de tal magnitud, que equivale a morir y renacer. El budismo, el hinduismo y las tres grandes religiones monoteístas están plagadas de experiencias de este tipo, que invitan a pensar cómo las grandes crisis y reconversiones en nuestras vidas son también, a su manera, formas de morir.

Experiencia imposible o experiencia posible, límite de la vida o transformación en la vida, la muerte es en ambos casos pensada como experiencia individual. Sin embargo, la muerte que asusta y atormenta es también la muerte de la especie, el fin de los tiempos, que dio lugar a las fantasías apocalípticas que pueblan los textos más antiguos como el cine más actual. Y el sentido de la muerte individual es inseparable del sentido de la muerte de la especie. Ya sea en la cosmovisión greco-latina de un tiempo cíclico, ya sea en la judeo-cristiana de un tiempo lineal, la muerte es condición del renacimiento y, por lo tanto, funcional, o bien a la continuidad de los ciclos o bien a la realización del reino de Dios. El ideal de progreso, en cambio, transforma la historia en un camino hacia una meta inalcanzable en el que el individuo es uno de los medios y, su muerte, un obstáculo, un freno.

¿Qué tienen en común la muerte del individuo y la muerte de la especie, la muerte como límite de un ciclo y pasaje a un más allá, e incluso la muerte en vida entendida como una transformación radical? En todos estos casos, la muerte sigue consistiendo en una experiencia extraordinaria. Sin embargo, en cierto sentido, la muerte atraviesa todo lo real, todo el tiempo, dado que todo proceso de cambio depende de ella. Mueren las hojas de los árboles, mueren los días y mueren los segundos, constantemente. Simplemente, no prestamos atención. Pero si lo hacemos, la muerte deja de ser una experiencia extraordinaria, ya sea en la vida o como su límite, para confundirse con ella y así, tal vez, volverse menos temible.

Revisitar las fuentes antiguas y medievales de nuestra cultura misma permite cuestionar uno a uno los presupuestos de nuestra concepción de la muerte: la imposibilidad de su experiencia, su limitación al individuo, su carácter extraordinario, su carácter definitivo y el dolor que produce. En una palabra, permiten dejar de pensarla como lo opuesto de la vida. Y como el modo de pensar la muerte determina el modo en el que nos relacionamos con los muertos, modificar una cosa podría conducir a transformar la otra. Como opuesto a la vida, la muerte condena a los muertos al recuerdo o al olvido. Pero si la muerte pasa a ser parte de la vida, los muertos podrían adquirir una forma de existencia propia y los vivos encontrar la forma de coexistir con ellos.