Los juegos como forma de arte
Cuando los jugadores se hayan ido / Cuando el tiempo los haya consumido / Ciertamente no habrá cesado el rito (J. L. Borges, “Ajedrez”)
Ludwig Wittgenstein decía que si intentásemos precisar el concepto de “juego”, siempre encontraríamos un contraejemplo que escapara a nuestra definición. No todos los juegos son entretenidos, no todos tienen reglas predeterminadas, no todos tienen un ganador. Sin embargo, reconocemos un juego cuando lo vemos, y el placer de jugar existe en todas las comunidades humanas. Algo tiene que explicar por qué los juegos nos importan tanto. Este es el problema que intenta abordar el filósofo C. Thi Nguyen en su libro Games: Agency as Art, publicado en 2020. Allí aspira a dar cuenta del valor de los juegos, del modo más abarcativo posible: desde las escondidas hasta The Last of Us (el exitoso videojuego de PlayStation, recientemente convertido en una serie de HBO), pasando por los deportes y los juegos de rol.
El argumento de Nguyen es que los juegos no son sólo una forma de entretenimiento. Como anticipa en el título de su libro, entiende que los juegos son una forma particular de arte. Esta apreciación no es nueva: en las últimas dos décadas muchos análisis han sostenido que al menos algunos juegos deben contar como arte. Sin embargo, señala Nguyen, la tendencia ha sido asimilar los juegos a otra forma de arte ya consagrada: la literatura, el cine, o el arte conceptual, por ejemplo. De acuerdo con las caracterizaciones más frecuentes, un videojuego o un juego de tablero puede ser una obra de arte sólo en la medida en que se parece a otra cosa que no es un juego (como una película, una novela, una performance). Las valoraciones tradicionales de los juegos están ligadas a sus cualidades representacionales: lo que se suele ponderar en ellos es cómo modelan y comentan el mundo real.
La búsqueda de Nguyen, en cambio, es delimitar la dimensión artística de los juegos a partir de algo que les sea característico. Su argumento es que lo constitutivo de los juegos está en su capacidad para darnos acceso a nuevas posibilidades de acción, y es allí donde debemos buscar su potencial artístico. En palabras de Nguyen, los juegos nos permiten acceder a diversas formas de actuar, lo que los filósofos llamarían distintos modos de agencia. Los humanos somos seres con vidas y posibilidades de agencia finitas, y los juegos amplían nuestro menú de maneras de ser un agente. No podemos volar, pero podemos jugar a que volamos. Los juegos, como las cosas que solemos llamar obras de arte, amplían el universo de experiencias posibles. Pero no se trata aquí de experiencias perceptivas o intelectivas, sino de experiencias de acción. Y es perfectamente razonable, sostiene Nguyen, tratar estas experiencias como experiencias estéticas.
Hay muchas situaciones, fuera de los juegos, en las que podemos percibir que una acción práctica es bella y produce satisfacción estética. Estacionar el auto en un lugar preciso y resolver un problema matemático nos produce un placer propio del proceso, y no meramente por el resultado final. Hay una sensación de “encastre” entre el desafío práctico que se nos presenta y el despliegue de nuestras habilidades para resolverlo. Y esa armonía, como la llama Nguyen, es tan placentera como infrecuente: en la vida cotidiana, los problemas son a menudo demasiado fáciles, y por lo tanto tediosos (tenemos que doblar ropa), y a menudo muy difíciles, y por lo tanto angustiantes (tenemos que lidiar con un duelo). Lo distintivo de los juegos es que sus reglas construyen un espacio a medida de nuestras capacidades.
Los juegos, así entendidos, cristalizan y refinan el placer estético de la acción. A la hora de ponernos a jugar, no siempre lo más importante es ganar: muchas veces nos sometemos a obstáculos y perseguimos objetivos para sentir esa armonía estética. En los juegos podemos encontrarla en una versión destilada.
La experiencia estética de jugar un videojuego
NAVE Arcade es, como decimos en Argentina, un fichín. Un juego de botón y palanca argentino creado en 2012 por Videogamo, Inc. Es, por supuesto, un juego de naves. Durante cada partida el jugador controla una navecita que dispara contra sus enemigos y va creciendo a medida que el jugador suma puntos, hasta ocupar toda la pantalla. El juego tiene parecidos de familia con otros (por ejemplo, Galaga, 1942), pero algunas características distintivas. Una, en particular, lo hace literalmente único: mientras que los arcades de los ‘80 y ‘90 (los juegos como Pac-Man, Wonderboy, Mortal Kombat) podían jugarse idénticamente en cualquier ciudad del mundo, existe un único gabinete de NAVE. Sólo una persona en el planeta puede estar jugando NAVE cada vez. La posibilidad de jugar depende enteramente de coincidir en tiempo y espacio con la máquina. Si Walter Benjamin hubiese jugado un videojuego, habría dicho que NAVE no sacrifica su aura.
No es fácil explicar qué es lo que produce NAVE. No es un juego que se pueda ganar, sino que es un juego de resistencia. No hay un contador de puntos que lleve la cuenta de las naves enemigas destruidas; lo que se mide es cuánto tiempo resistís jugando. Cada vez que pierdo, así haya jugado solo diez segundos, suelto la palanca y me doy cuenta de que tengo el pulso acelerado. Usualmente, la única opción que me queda es volver a ponerme en la fila para volver a jugar e intentar hacer un tiempo mejor. Durante toda la espera, la adrenalina persiste. Ganar en NAVE es pasar más tiempo jugando que otros.
En el Torneo Mundial de NAVE de 2022, el jugador EMI jugó casi nueve horas sin parar. Se consagró bicampeón con ampollas en los dedos y estableció un nuevo récord, aunque dejó de jugar únicamente porque la necesidad de ir al baño lo hizo soltar los controles. La resistencia en NAVE, a nivel competitivo, se vuelve eminentemente física. Las habilidades de los jugadores entran en armonía con las demandas del juego.
Nguyen sostiene que la armonía práctica, esta sensación de “encastre” entre el desafío y el abordaje del jugador, se presenta en tres grados. Cuando en el ajedrez alguien hace una movida elegante para salir de un problema, percibimos que existe una armonía entre la solución y el obstáculo. Esta es la armonía de la solución, que es clara tanto para quien juega como para quien la ve: todos pueden apreciar el ajuste entre los elementos del problema y su resolución. La armonía de la acción abarca, además, la agencia de quien juega. En los casos en los que estás jugando a un videojuego y apretás justo a tiempo el botón para que el personaje salte en el lugar preciso, no sólo ocurre que la solución es la correcta para un problema particular, sino que son tus decisiones y acciones las adecuadas para esa solución. Esta dimensión de la armonía práctica también es visible para un potencial espectador (pensemos en los comentarios sobre cómo ubicó su pierna un jugador de fútbol al patear un penal), pero lo distintivo en este caso es que quien está jugando tiene un acceso singular, más profundo, a ella.
El grado más alto —y más infrecuente— de armonía práctica sólo está al alcance de los jugadores experimentados, aquellos que se han enfrentado reiteradamente al mismo juego y pulido sus habilidades (como deportistas profesionales, grandes maestros de ajedrez o pilotos competitivos de NAVE): la armonía de la capacidad. Allí el encastre se da entre el nivel máximo de habilidad del jugador y la elevada exigencia del desafío. Algunos pocos signos de este fenómeno son perceptibles para quienes miramos de afuera, pero nadie conoce mejor la sensación de estar presionado al límite que quien la está viviendo. El experto sabe que la satisfacción estética de resolver un problema difícil, que pone a prueba sus capacidades, es especialmente marcado.
Si esto es así, lo característico de la dimensión estética de los juegos es su ser perceptible no sólo para un observador, sino también (y especialmente) para un participante. El Mundial de fútbol nos permite el privilegio de observar jugadas cuya belleza reconocemos una y otra vez. Al respecto Nguyen diría que, tanto como los que miramos, quienes llevan a cabo una jugada en primera persona también son capaces de percibir esa belleza. Ese placer no es únicamente visual, sino también físico. Sus acciones se sienten armoniosas prácticamente, porque perciben la dimensión estética tanto de la jugada como del proceso de generarla.
El círculo mágico
En Homo Ludens, un libro pionero de lo que hoy son los games studies, Johan Huizinga propuso la idea de que los juegos —como el teatro o los rituales religiosos— tienen un tiempo y espacio específicamente separado de la vida normal. Al dominio espacio temporal de los juegos lo llamó “círculo mágico”. Los humanos sabemos que durante un juego rigen ciertas reglas y prácticas alternativas, y también que cuando salimos de ese círculo mágico la vida sigue siendo como era antes de entrar, y que ya no nos importa ganar (al menos, en el sentido que el juego proponía).
Sin embargo, el hecho de que justamente vivamos los juegos en primera persona, de que, en los términos de Nguyen, el medio artístico de los juegos sea la agencia, hace que a veces sea difícil salir del círculo mágico. Como los juegos están diseñados para potenciar la experiencia estética de la acción, sus objetivos y obstáculos son mucho más claros y menos complicados que los de la vida normal. Esa fantasía de claridad puede volverse más atractiva y, en consecuencia, adictiva.
¿Cómo resistir la tentación de quedarse a vivir en un juego, entonces? La respuesta de Nguyen es previsible: jugando más. Es el acto de jugar varios juegos distintos, de probar diferentes modos agenciales lo que cimenta nuestra fluidez agencial. Y jugar, a largo plazo, deriva en un crecimiento de autonomía: al tener acceso a habitar distintas maneras de ser un agente, desarrollamos herramientas para generar acciones apropiadas en situaciones de juego o reales. Al fin y al cabo, hay juegos que jugamos sólo para seguir jugándolos. Son aquellos que James P. Carse, autor de un breve ensayo sobre juegos titulado Finite and Infinite Games, llamaba “juegos infinitos”. A diferencia de los juegos finitos –como un partido de fútbol o de ajedrez, donde todos los participantes están al tanto de los límites, siguen un conjunto de reglas y reconocen, en el final del juego, a una persona o bando como ganador–, los juegos infinitos tienen reglas inestables y su único objetivo es la perduración del propio juego. La competencia por ver quién acumula más campeonatos mundiales es un ejemplo. El juego infinito sólo tiene sentido si no se termina, si no hay un ganador final, y si la expansión de nuestras posibilidades de agencia continúa siendo posible.
Todo juego nos invita a tomar un conjunto de reglas y objetivos, y asumirlos como propios. En cada jugada se conjura la belleza de la unión entre obstáculo y superación. Pero cuando entran en juego nuestras habilidades y decisiones, nosotros pasamos a formar parte de la armonía. Y cuando lo damos todo, resistimos el embate de las naves enemigas, rompemos un récord personal, llegamos con lo último que nos queda al final del juego, la satisfacción nos inunda. Es la evidencia de que, de una manera muy particular, frente a la constante fricción entre nosotros y las demandas prácticas de la vida, existe un bálsamo: un círculo mágico en el que encajamos con el mundo.